jueves, 12 de mayo de 2016

No te veo, no te encuentro pero sé que no te perdí, te siento en alguna parte. Por ahí, lejos, cerca, detrás, a la derecha, dónde sea hasta perder el norte, extraviarme en otros planos de la realidad. Veo edificios, árboles, montañas, nubes, estrellas, planetas, galaxias pero no te veo, ¿si cierro los ojos y altero la perspectiva? Los párpados son cafés, ¿y qué elemento es café al tacto? ¡La tierra! Debajo de las plantas, las cavas, los subterráneos, todos los infiernos imaginables y más allá del epicentro, ¡por toda la tierra te siento! Eres la madre tierra, la razón de todas las flores y arranco unas y me corono con los colores de tu fragante dolor, ese olor omnipresente de la polen, soy abejorro y te pico y borro tu sonrisa al profanar tu capullo vacío, húmedo y finalmente lleno de mí.  

La Tierra, primer planeta alado. 

Con tus nebulosas y descomunales alas recorremos el universo y en este cosmos comienzan a extinguirse varias palabras, ¡ya no existe la ausencia! Es un reminiscencia marchitándose a un ritmo vertiginoso, ¿qué temes? El miedo también se desmorona... Ahora sí, te veo y te veo volar y yo, sin ser astronauta, me aprendo de memoria el aspecto de todos los soles. Ninguno más radiante que tus alas verdes. Ya no puedo verte, mis pupilas son verdes y ya habito el abismo verde. Te habito con incesante inquietud, eres mi hábito, la fricción.

Tu aureola roja y mirada desorbitada...


No soy humano, no soy borrego, no soy nada. Sólo el ciego de los ojos verdes, la fotosíntesis de una mirada, ¡grita y florece como la reina de una noche: hermosa y fugaz! Sólo así soy ceniza verde, la consecuencia del revoloteo del fuego esmeralda.